sábado, 6 de noviembre de 2010

VARGAS LLOSA EN EL CORAZON DE LAS TINIEBLAS (Escribe José Carlos Mainer, para EL PAÍS de España)


El libro de Conrad, sobre los horrores de la colonización del Congo, dio pie al Nobel de Literatura de 2010 para crear una novela excepcional: El sueño del celta. El autor hispano-peruano aborda las insondables contradicciones del mal a través de la extrema aventura vital de Roger Casement por África y el Amazonas.

Escribe José-Carlos Mainer (*).-



El sueño del celta.
Mario Vargas Llosa.
Alfaguara. Madrid, 2010.
454 páginas. 22,50 euros.

En la reedición de 2002 del ensayo La verdad de las mentiras (1990), Vargas Llosa encabezó su estimulante excursión por las mejores novelas del siglo XX con una verdaderamente memorable: El corazón de las tinieblas (1902), de Joseph Conrad. En las páginas que le dedicó y, sobre todo, en el subtítulo ('Las raíces de lo humano') están los primeros indicios del propósito de escribir El sueño del celta: la lectura del libro de Adam Hochschild sobre la "colonización" del Estado Libre del Congo por orden del rey Leopoldo II de Bélgica; la afirmación de que su futuro protagonista, Roger Casement, y el periodista Edmund Morel "merecerían los honores de una gran novela" por ser los primeros que denunciaron el horror de la conquista y, sobre todo, la convicción de que la dialéctica entre civilización y barbarie revela siempre el parentesco de ambas.

Cuando Conrad conoció aquellos horrores era todavía el joven capitán Konrad Korzeniovski, polaco naturalizado inglés, y aquella historia cambió su vida. También lo experimentó su personaje Charlie Marlow, que en la novela cuenta compulsivamente -a su interlocutor, a sus lectores y a la novia de Kurtz, al final- la historia de su encuentro con aquel colono loco y con "el corazón de las tinieblas vencedoras". Al escribir la suya, Vargas Llosa era, sin embargo, un septuagenario y un escritor internacional, que ha recibido el Nobel en las vísperas de publicar su testimonio narrativo sobre aquellos hechos , contados con la misma pasión, la misma perplejidad inquieta y la profunda piedad con que lo hizo el joven Conrad. Quien no quiso firmar, por cierto, la petición de indulto de su informador, condenado a muerte por traición al Imperio Británico en el dramático año de 1916... Pero, a la postre, el centenar de páginas de Conrad que Borges calificó como "acaso el más intenso de los relatos que la imaginación humana ha labrado", y las casi quinientas de la novela de Vargas Llosa se han hermanado para ocupar un lugar de excepción en la historia universal de las letras.
De la intensa novela corta de 1902, la muy extensa de 2010 ha retenido una poderosa imagen estructurante: la más veraz historia de los acontecimientos sólo puede nacer de la recapitulación interior, de la conciencia de irremediabilidad y del remordimiento. Y tal es, en nuestro caso, la función del doble escenario en que se desenvuelve El sueño del celta. Por un lado, están los capítulos pares donde el narrador-reportero entremezcla los datos de la historia y su amena, casi vertiginosa, reconstrucción de las andanzas del cónsul Roger Casement en los tres espacios capitales de su vida: el Congo, donde conoció el horror de la colonización; las peregrinaciones de quien, ya famoso por sus denuncias y convertido en comisionado oficial de Reino Unido, le llevaron a informar al mundo sobre las explotaciones caucheras en la Amazonia peruana y, al final, su regreso a la Irlanda natal, convertido en fervoroso nacionalista y en instigador de una intervención alemana en el alzamiento de Pascua de 1916, lo que acabó por costarle la horca. Pero los capítulos más intensos y seminales -la imagen estructurante- son, sin duda, los impares, desde el que constituye arranque de la novela, aquellos que dilatan hasta la extenuación el breve tiempo de la estancia de Casement como condenado a muerte en la miserable prisión de Pentonville, sin otro viático que una comida miserable, la lectura del Kempis, alguna visita más inquietante que consoladora y el diálogo con un sheriff brutal que, sin embargo, sufre y ha sufrido y que revela mucho más de la taciturna condición humana que su prisionero.
A estas alturas de su vida, Vargas lo sabe casi todo sobre la pérdida de la inocencia y ha llegado a aprender que la piedad es la formulación emocional de un desengaño previo. Casement y su autor saben que remiten al lector a considerar la esencial fragilidad del ser humano. En uno de los momentos más certeros del libro, se nos cuenta que Casement "una vez más se dijo que su vida había sido una contradicción permanente, una sucesión de confusiones y enredos truculentos donde la verdad de sus intenciones y comportamientos quedaba siempre, por obra del azar o pura torpeza, oscurecida, distorsionada, trastocada en mentira". Un exergo de José Enrique Rodó, al inicio del libro, nos lo ha prevenido; el epitafio del autor, a la vista del obelisco que recuerda la memoria de Casement, cubierto por excrementos de gaviota pero cerca de otras violetas silvestres que siempre le conmovían, vuelve a recordárnoslo: "No está mal que ronde siempre un clima de incertidumbre en torno a Roger Casement como prueba de que es imposible llegar a conocer de manera definitiva a un ser humano". Imposible, quizá, pero nunca es inútil intentarlo... Son precisamente la ambigüedad y la debilidad de los hombres las que convierten en equívocos los altisonantes conceptos de revolución, liberación o patriotismo identitario, porque -piensa nuestro Casement- la política "saca a la luz lo mejor del ser humano pero también lo peor, la crueldad, la envidia, el resentimiento, la soberbia". El desamparo de Casement y el recuerdo de su madre muerta tuvieron que ver con su tardío patriotismo céltico; su campaña de denuncias en el Congo y luego en Putumayo brotó de su capacidad de compasión pero también de una inclinación homosexual. El narrador va haciendo aparecer los episodios de esta tendencia y los va multiplicando hasta concluir en uno de los grandes hallazgos de la trama: porque también esa menesterosidad de otros cuerpos, dóciles y sanos, denota la dramática inseguridad de su contemplador. Su escandaloso Diario negro, que ha coadyuvado a su condena, no es tanto un testimonio de hazañas sexuales como un registro de impotencias y de sueños.
Todos los elementos de esta historia provienen del avezado taller de Vargas Llosa donde ninguna experiencia se pierde sino que se transforma. Como sus mejores ensayos, este libro trata acerca de la verdad y la mentira como polos del pecado de escribir. Y constituye un regreso a la novela histórica que versa sobre la ambigüedad de los procesos revolucionarios, algo que inició en La guerra del fin del mundo y que ha continuado en Lituma en los Andes, El Paraíso en la otra esquina y La Fiesta del Chivo. El sueño del celta ha sido también un buen pretexto para volver a Iquitos, la ciudad mágica en que se ambientó parte de La casa verde y la totalidad de Pantaleón y las visitadoras. Y su autor ha disfrutado al trabajar sobre un material que contaba con ilustres obras literarias previas, igual que hizo en La casa verde y en La guerra del fin del mundo, inspirada por Os Sertôes, de Euclides da Cunha. Y otra vez se ha asomado a los finales de la hipócrita, retórica y fascinante centuria antepasada, que tanto le fascina: no en vano fue "ese siglo de grandes deicidas como Tolstói, Dickens, Melville y Balzac". Cuando Vargas Llosa publicó su libro sobre García Márquez lo llamó Historia de un deicidio, porque toda gran novela debe tener algo de destitución del otro Creador; hora es ya de reconocer que nuestro autor se ha incorporado al catálogo de los mejores deicidas de nuestro tiempo.

(*) José-Carlos Mainer (Zaragoza, 1944)[1] es un historiador de la literatura y crítico literario español, doctor en literatura española y catedrático de la Universidad de Zaragoza. Ha realizado ediciones críticas de clásicos de la literatura española del primer tercio del siglo XX, como Valle-Inclán, Antonio Machado o Pío Baroja, entre otros. Es autor de un concepto muy divulgado: el de la edad de plata de las letras españolas, acuñado en el título de su obra La Edad de Plata (1902–1939) (1975 y reediciones posteriores). Otras importantes obras suyas son La doma de la Quimera (1987); y la Historia de la literatura española (2010).

Cuatro áreas de la ficción en la obra de Vargas Llosa
Novelas urbanas Las primeras obras de ficción de Mario Vargas Llosa se centraron en sus experiencias juveniles instaladas en el contexto político peruano de los años cincuenta, durante la dictadura de Manuel Odría: La ciudad y los perros (1962), La casa verde (1966), Los cachorros (1967), Conversación en La Catedral (1969), y, más tarde, La tía Julia y el escribidor (1977).
Biohistóricas Personajes turbios, proyectos utópicos o la locura del poder tienen su territorio en novelas como La guerra del fin del mundo (1981), La Fiesta del Chivo (2000), El Paraíso en la otra esquina (2003) y El sueño del celta (2010).
El Perú profundo Los años de la guerra contra el terrorismo de Sendero Luminoso llevaron a Vargas Llosa a los Andes con Historia de Mayta (1984), ¿Quién mató a Palomino Molero? (1986) y Lituma en los Andes (1993). Sin olvidar la preciosa historia amazónica de El hablador (1987).
Eróticas Con mayor soltura y humor, pero sin perder las señas de su literatura están Pantaleón y las visitadoras (1973), Elogio de la madrastra (1988), Los cuadernos de don Rigoberto (1997) y Travesuras de la niña mala (2006).


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ROGER CASEMENT: ADICTO AL PELIGRO

Por Jacinton Antón - Diario EL PAÍS
http://www.elpais.com/articulo/portada/Adicto/peligro/elpepuculbab/20101106elpbabpor_11/Tes

Qué pedazo de aventurero el irlandés Roger Casement, el personaje que inspira El sueño del celta! En su asombrosa biografía real hay de todo lo que nos asombra, y más: se jugó la vida en el Congo de los cortamanos -introdujo al mismísimo Conrad en el corazón de las tinieblas- y en la Amazonia de las correrías; desafió, en su propia cara, a algunos de los hombres más poderosos del mundo; fue el primer hombre que atravesó a nado el río Inkisi, infestado de cocodrilos; emuló al real Fitzcarraldo transportando un barco por la selva; trató de crear una legión irlandesa en el seno del ejército alemán del Káiser para liberar a su país del yugo inglés; desembarcó desde un submarino germano, el U-19, en la más pura tradición de los comandos y los espías en las costas de Irlanda (mareado como una sopa, eso sí), trayéndose además un barco cargado de armas para la rebelión; intentó suicidarse con curare y, finalmente (claro), murió ahorcado, aunque con tanta entereza que dejó admirado de por vida a su propio verdugo. Añadamos que tuvo el privilegio de descubrir la mitología irlandesa de labios de la bella Rose Maud Young, el amor imposible de Yeats.
Lawrence de Arabia, admirador de Casement, quiso escribir su biografía. "Un buen espécimen de inglés capaz", apuntó de él en su diario Henry Morton Stanley, nada menos, con el que compartió una semana de expedición por el Congo cuando el explorador acudía en rescate de Emin Pasha. Y mira que Bula matari -"rompepiedras", en kikongo- era duro (aunque no muy observador: ¡llamarle inglés a Casement!).

Porque Casement, además de un prodigioso aventurero, no en balde hijo de un kiplinesco oficial de los King's Own Light Dragoons Guards, era un filántropo, un caritativo defensor de la humanidad, un altruista que se adelantó en años a Amnistía Internacional en su meticulosa defensa de poblaciones e individuos oprimidos. Es verdad que este valiente y humanitario personaje, refinado y cortés, frugal y desprendido, sensible y hasta poeta, al que se calificó de "Bartolomé de las Casas irlandés", por su denuncia de las condiciones de los forzados caucheros congoleños y peruanos, tenía sus puntitos oscuros.
Fue, en puridad, un traidor. Después de media vida de ejercer cargos diplomáticos para la Gran Bretaña, actuar como los ojos del Foreign Office, hacerse un nombre gracias a la Administración del país, recibir las mayores distinciones (hasta fue ennoblecido por el Rey), Casement, en plena I Guerra Mundial y con toda la juventud británica -incluidas dos divisiones de irlandeses- dejándose la vida en las trincheras de Francia y Flandes, se puso a conspirar con los alemanes y, proyectando en Connemara lo que vio en el Congo y el Putumayo, se pasó al enemigo para liberar Irlanda. Lo raro no es que lo ahorcaran al pillarlo, sino que se lo pensaran tanto antes de hacerlo.
No se vea en esto una crítica al aventurero Casement, qué va: en realidad una vida aventurera, es sabido, se enriquece con avatares, reveses, golpes de fortuna, caídas en desgracia y ambigüedades morales. No hay nada menos aventurero, probablemente, que un santo. Piénsese en cambio en Sandokán, devenido pirata, Stanley, T. H. Lawrence, Lord Jim, todos los héroes de Malraux -el propio Malraux: expoliador y embustero-, Lindbergh o Han Solo. Santo, santo, Casement sin duda, y ahora entramos en lo más discutible de su perfil, no lo era. Vargas Llosa no exagera ni un pelo al abordar su disoluta vida sexual, más bien se abona a la piadosa tesis de que nuestro héroe, homosexual, exageró y fantaseó sus lances en ataques de coprolalia escrita y hasta cita la hipótesis de que todo el asunto de sus diarios secretos pudo ser una falsificación policial para desprestigiarlo. Parece que no, que el tipo verdaderamente se las traía en su promiscuidad, en un amplio abanico que iba desde marineros a boy scouts pasando por luchadores japoneses. En cambio, no le interesaba la historia natural.
El sueño del celta incluye un buen montón de citas explícitas de sus diarios ("Fue mío, fui suyo. Aullé"). Los Black Diaries están presentados casi en su totalidad en Roger Casement. A biography, de William Bryant (iUniverse, 2007), un libro bastante devastador en cuanto al asunto. Bryant señala que Casement fue un adicto a la prostitución masculina. Nada sorprendente en aquella época: a sir Eyre Coote, miembro del Parlamento y gobernador de Jamaica, lo descubrieron azotando y metiendo mano a jovencitos y -esto impresionó mucho a nuestro hombre- el general sir Hector Macdonald se suicidó tras ser pillado en mutua masturbación con tres chicos nativos en un tren en Ceilán. Casement parecía tener una verdadera obsesión con el tamaño de los miembros de sus innumerables partenaires y sus entradas en los diarios ofrecen, entre otros detalles, medidas precisas. En fin, eso cada cual, pero lo malo es que, los diarios documentan actividad sexual con niños de 11 años. Controvertido, apasionante, humano, literario ahora, Casement nos apela -la figura es de Lawrence- como "un arcángel roto"; un personaje de luces y sombras, un aventurero que transitó lo peor del mundo, y de sí mismo.

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