domingo, 21 de noviembre de 2010

DÍAS DE TELEVISIÓN


Por Diego Grillo Trubba

Fuente: diario "Perfil"
Más información: www.perfil.com


TV. `LOS SOPRANO`, `LOST`, `MAD MEN` Y `THE WIRE`: ESCRITORES Y NOVELISTAS REEMPLAZARON A LOS GUIONISTAS CLÁSICOS Y EMPEZARON A TRAFICAR LITERATURA EN FORMATO TELEVISIVO



CÓMO FUE EL LARGO PROCESO, INICIADO EN LOS AÑOS 90, EN EL QUE LOS UNIVERSOS DE DICKENS, JOYCE, BALZAC, DOSTOIEVSKY, SALINGER, CHEEVER Y UPDIKE INGRESARON EN LA PANTALLA CHICA Y MODIFICARON PARA SIEMPRE EL LENGUAJE DE LA TV.

En el principio fue la educación. Cuando se comenzó a difundir la televisión, allá por los años 30, 40, y con verdadera fuerza a partir de los 50, se sostenía que era un gran vehículo para formar al público –similar a lo que se preveía con la aparición de Internet. Y si bien las grandes cadenas nunca hicieron gala de programas explícitamente educativos, formaban. Con sus ficciones –y también con las supuestas no ficciones, como los noticieros–, le indicaban al espectador lo que “debía ser”. Por dar un ejemplo, que un domingo tras otro se proclamara con altísimo nivel de audiencia que “no hay nada más lindo que la familia unida”, implicaba establecer cómo debía ser el mundo. Debía, y no era. Porque, lo sabemos, no necesariamente las familias son unidas. Y cuando lo son, no necesariamente se trata de una situación agradable. La televisión indicaba que la vida cotidiana era similar al paraíso, de lo cual debía inferirse que cualquier diferencia con esa idealización era responsabilidad –léase culpa– del espectador.
El esquema –no coherente en su totalidad, hay que reconocer– tuvo su mayor disrupción en la década del 90. Y tuvo un formato específico: sitcom. Y tuvo un nombre en particular: Seinfeld. Si hasta entonces las telecomedias habían hablado de gente idílica –basta recordar la edulcorada armonía entre Drummonds y Jacksons en Blanco y negro–, Seinfeld planteó un quiebre fundamental: la televisión no le decía al espectador cómo debía ser, sino que comenzaba a mostrar cómo era el espectador. El fenómeno empático ya no se producía por el “yo debería ser así”, sino por el “soy eso que veo”. Y eso, justamente, generaba risas. Nadie desea ser miserable como George Costanza, pero todos tenemos miserabilidades. Lo mismo sucede con la irracionalidad de Cosmo Kramer, con la desmesura de Elaine Benes o con las obsesiones de Jerry Seinfeld.
Las sitcoms de los 90 eran incorrectas en el sentido de que no mostraban la ilusoria coherencia de lo correcto sino la empírica contradicción de lo incorrecto. Fue en ese punto donde se planteó, desde el mayor medio de comunicación que ha creado el hombre hasta el día de hoy, que uno aspira a ser bueno –en el mejor de los casos– pero que no todo lo que hace o siente es bueno. Y que no hay ningún drama en ello.
Cuesta creer que haya sido casualidad. El mismo año en que se estrenaba Seinfeld, y con ello se modificaban para siempre la sitcom y la forma en que la televisión se dirigía al público, también veía la luz Twin Peaks, de David Lynch. La serie se planteaba como enigma quién había matado a Laura Palmer (en el pueblito homónimo). Por medio de la mirada muchas veces absurda del agente especial Dale Cooper, la trama originalmente policial y clásica se transformaba en un Lynch en estado puro –léase estado lisérgico.
Si Seinfeld planteó que había otro tono, otra mirada posible, Twin Peaks le sumó algo no menos importante para lo que iba a venir: no resultaba necesario explicarlo todo. El espectador podía completar lo que veía. El espectador no es formado por la televisión, sino que forma lo televisivo. Y puede seguir una trama compleja semana tras semana.
No es televisión, es HBO. Los componentes del cóctel estaban listos. La televisión ya no era la misma. El temor ante el avance del video quedaba atrás con la mejor arma de la que disponía el medio: la continuidad. El cable establecía que el espectador pagaba por lo que deseaba ver, que el menú podía diversificarse de acuerdo a cada paladar.
HBO surgió como una más de las cadenas “de pago” –esto es, que el adherente al servicio de cable debía pagar un suplemento para ver. Emitía películas que luego se iban a ver por las señales de cable no pagas, y finalmente por los canales de aire. Sin embargo, pronto comenzó a producir sus propios contenidos. En ese sentido, uno de sus primeros hallazgos fue en 1997: Oz, de Tom Fontana, que mostraba el mundo carcelario como lo que era: un infierno donde no existe redención posible. Oz era tan incorrecta como revulsiva y angustiante. Un hombre que, borracho, atropellaba y mataba a una niña iba a parar a una cárcel de máxima seguridad para “dar el ejemplo a la sociedad” por el capricho de un juez y la presión de los medios, y a partir de allí se transformaba paso a paso, incluso contra su propia voluntad, en un monstruo. La televisión decía algo inquietante: cualquiera de nosotros, si las circunstancias lo empujan, puede ser un monstruo.
Sin embargo, el terremoto se iba a producir dos años después, con el estreno de Los Soprano, de David Chase. Tras ver la primera temporada completa, el crítico de cine Vincent Carnby dijo que se acababa de inaugurar un nuevo género: debido a su largo arco dramático coherente y la calidad de su producción, no se trataba de una miniserie o serie sino, en verdad, de una “megapelícula”. La crítica del New York Times Virginia Hefferman fue incluso más allá: “Los Soprano es a la televisión lo que el Ulises de Joyce fue a la literatura, ya que requiere paciencia del espectador para con los personajes principales, quizá la máxima que el drama exigió desde Eurípides hasta Artaud”. Lo que Chase había hecho era tomar dos ingredientes –la “historia de mafiosos” y la serie televisiva– para transformarlos en otra cosa. La televisión, tal como se la conocía, era otra cosa. Algo más.

El micrófono.
En 2002, HBO estrenó la mejor serie que haya dado la pantalla chica: The Wire. A lo largo de cinco temporadas –con escaso rating y críticas más que elogiosas–, el guionista David Simon se dedicó a retratar la ciudad donde se había formado: Baltimore. Como él mismo reconocería después, le vendió a la cadena un caballo de Troya: una historia policial que tenía otras aspiraciones. Y esas aspiraciones eran hacer literatura en televisión. “Nuestros modelos fueron las grandes novelas rusas y también escritores como Balzac”, dijo Simon cuando The Wire ya había terminado y podía confesar su plan sin que los ejecutivos de la cadena se espantaran. “Tratamos de ver y mostrar la Baltimore contemporánea como lo hizo Balzac con París o Dickens con Londres.”
La estructura de The Wire es compleja. Está centrada en un grupo de oficiales de policía encabezados –en el sentido dramático– por el detective James McNulty, un “incorrecto” para el sistema, puesto que desea justicia y no corrupción ni desidia. Sin embargo, la historia no sigue a McNulty sino que resulta pareja entre policías, jueces, narcotraficantes, consumidores de heroína, docentes, sindicalistas, periodistas, fiscales, psicólogos y políticos, entre otros. Cada personaje posee sus contradicciones, sus deseos, y no es netamente “bueno” o “malo” sino más bien “humano”. Las circunstancias los empujan y reaccionan con una combinación de deseos y posibilidades. Resignaciones, osadías, injusticias, rebeldías como elementos no determinados sino enmarcados por algo superior a ellos: el mundo y el tiempo que les tocó vivir. Ni siquiera los corruptos son necesariamente malos en The Wire, sino gente que desea que no la molesten demasiado mientras piensa en la jubilación.
Cada temporada de The Wire se centra en “un caso” que, de una forma u otra, requiere escuchas telefónicas –de ahí el título, que remite a un micrófono. Pero ese caso termina por ser anecdótico, a punto tal que en la quinta temporada McNulty comete la mayor digresión de todas: inventa un caso policial para que el sistema no tenga otra alternativa que otorgarle las herramientas para resolver casos reales. Como espectador de la serie, uno no sigue el caso sino a los personajes. Y si Simon deseaba retratar la Baltimore actual, lo logra con creces, pues consigue retratar algo superior. La vida, el signo de los tiempos: gente harta que siente que todo está perdido (y podrido) y participa voluntaria o involuntariamente de la putrefacción que la rodea. Si Shakespeare la sugirió en Dinamarca, David Simon la concretó en Baltimore.
La ambición estilísitca y de contenido en The Wire implica el nacimiento de un nuevo lenguaje reformulando un lenguaje televisivo obsoleto. “El programa está estructurado como una novela visual –explicó Simon–, y por eso en lugar de guionistas me dediqué a convocar a novelistas.” Los escritores invitados provenían del género negro: Dennis Lehane, George Pelecanos y Richard Price (ver recuadro). Todos habían coqueteado con el género audiovisual –el que más, Price, quien había trabajado con Martin Scorsese en el genial segmento Lecciones de vida de Historias de Nueva York–, pero con esta serie se entregaron de lleno.
Es probable que la ambición de David Simon tenga que ver con su formación como periodista de policiales en el diario Sun de Baltimore, que retrató sin piedad en la quinta temporada, donde muestra a un jefe de redacción que asegura querer exhibir los aspectos “dickensianos” del mundo, como si con ello se refiriera a las pequeñas cosas hermosas, cuando en verdad, como Simon bien se ocupa de mostrar en The Wire, el aspecto dickensiano tiene objetivos filosóficos y literarios clásicos: aprehender la totalidad. No se trata de afirmar que el mundo es lindo, sino de entender el mundo y sus claroscuros.
Una mirada sutil a tiempos anodinos. Al igual que HBO, en sus orígenes la señal de cable pago AMC se dedicaba a proyectar películas clásicas –las siglas hacían referencia a America Movie Classic. Sin embargo, desde 2006 decidió reinventarse. Comprendiendo que la televisión había cambiado, decidió hacer sus propias producciones. Por un lado, rescató la serie Breaking Bad, que habían levantado en la señal FX. Por el otro, descubrió la serie que terminaría de afianzar la saludable relación entre pantalla chica y literatura: Mad Men.
Creada por Matthew Weiner y estrenada en 2007, la serie hace referencia al mundo de las agencias publicitarias –los “mad men” del título lo son porque solían tener sus oficinas en la Madison Avenue de Nueva York–, que hizo eclosión entre las décadas del 50 y 60. Pero Weiner va más allá: por medio de pinceladas tan sutiles como inteligentes, da cuenta de cómo se vivía en esos tiempos, cuáles son las continuidades y disrupciones con los nuestros. Mad Men es tanto una mirada antropológica como literaria. Buena parte de la crítica norteamericana saludó al minimalismo sano –donde parece que no sucede nada aunque ocurre mucho en las profundidades, a diferencia del nuevo cine argentino, donde nada ocurre ni en la superficie ni en ninguna parte– emparentándolo de inmediato con un escritor específico: John Cheever. “Me gusta gran variedad de escritores –admitió Weiner–. Sin duda, Cheever ha sido muy influyente en Mad Men. Pero también Arthur Miller y J.D. Salinger. ¿Por qué? Porque tienen un increíble interés en la humanidad y en cómo reaccionamos ante los desafíos, las desilusiones y la familia.”
El mismo Weiner confesó que, cuando tuvo la idea de la serie, lo primero que hizo fue leer de corrido las obras completas de Cheever, Salinger y John Updike para estar empapado de ese clima que se trasluce en cada fotograma. No extrañaría que Don Draper o cualquiera de los personajes de Mad Men habitaran páginas de prosa acostumbradas a la tipografía y el diseño gráfico del New Yorker.
Más para el batallón. Pero si bien The Wire y Mad Men son los máximos exponentes de una ficción televisiva que se entronca con la prosa, no son los únicos. Es sabido que el género audiovisual siempre tuvo una relación fructífera con los géneros menores, y las series no se quedaron atrás. Las siete temporadas de la excelente The Shield, de Shawn Ryan, tienen algo en común con Breaking Bad, de Vince Gilligan: le deben mucho al policial más negro, en especial a autores como Jim Thompson. En ambas series, como en el escritor, el tema central es la monstruosidad humana: cómo se sostiene en el caso del policía corrupto de The Shield y cómo se construye en el del profesor de Química con cáncer terminal que se pone a fabricar metanfetaminas para dejarle una herencia a su familia en Breaking Bad.
Si en la prosa la discusión puede ser la de forma versus contenido, también lo es en las nuevas series: Lost carecía de argumento, era puro estilo –y muy bien hecho. Nadie sabía hacia dónde iba la historia; probablemente, ni siquiera sus autores–, pero la forma de contarla resultaba atrapante. Y con referencias literarias constantes, a punto tal que el personaje de Sawyer, náufrago, era mostrado leyendo La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares (y en otro momento también La fuerza bruta, de John Steinbeck). Por si faltaran ejemplos para relacionar televisión con literatura, un escritor desembarcó como productor ejecutivo de una serie: Elmore Leonard, con su policial Justified, que reproduce sus tonos tan violentos como leves. Y, sin estar bien, tampoco está mal.
El nutrido menú reciente permite arriesgar dos afirmaciones. La primera es que televisión y literatura, hoy, están al menos más emparentadas que antes. La otra es que habría que comenzar a buscar un término diferente a “caja boba”. Salvo que nos estemos refiriendo a los programas producidos en nuestro país, por supuesto.

 


Los guionistas y sus obras literarias
Los escritores que comenzaron a desembarcar en el mundo televisivo tienen una nutrida obra publicada y distribuida en las librerías estadounidenses. Las traducciones existen, pero en editoriales que no suelen enviar sus libros a nuestro país. De Dennis Lehane se puede conseguir sus novelas policiales que tuvieron adaptaciones a la pantalla grande: la muy buena Mystic River (RBA, $ 45), la no tanto Shutter Island (RBA, $ 66), y Desapareció una noche (RBA, $ 26). De George Pelecanos se consigue en la Argentina Drama City (Ediciones B, $ 47), sobre un ex presidiario que regresa a su barrio de Washington con la intención de reformarse. Si bien en su momento se había editado la excelente Clockers, de Richard Price, hoy resulta inhallable salvo que se posea mucha suerte en ferias de usados. Mondadori editó la brillante La vida fácil ($ 79), también de Price, pero hay que admitir que la novela presenta un inconveniente serio para el lector: el original reconstruye el argot de los barrios bajos neoyorquinos, y la traducción española transforma lo que debería ser una experiencia grata por demás –la trama es apasionante– en una odisea que empalidece la de Homero.

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HORROR DEL BUENO EN LA TELEVISIÓN: CARNIVALE

Por Carlos Boyero, Diario EL PAÍS, España

http://www.elpais.com/articulo/portada/Horror/bueno/television/elpepuculbab/20101120elpbabpor_47/Tes


Veo una autopromoción en una cadena de televisión cuyo irresistible cebo respecto a la serie que van a exhibir próximamente es: "Esto es lo que ocurre cuando un auténtico director de cine hace una serie de televisión". A continuación vemos al ilustre intruso exigiendo con voz templada: "Acción". Ese extraordinario narrador de historias para el cine, dueño de un incomparable estilo visual, perfeccionista del montaje, que ha decidido comprometer su talento con la pequeña pantalla, en un medio considerado durante mucho tiempo y con altas dosis de razón como bastardo y previsible, solo apto para la rutinaria estructura del telefilme y con la sagrada misión de encontrar audiencia fácil a cualquier precio, alérgico a todo lo que oliera a complejidad, se llama Martin Scorsese.

Figura como productor ejecutivo y también dirige el primer capítulo de la serie Boardwalk Empire. Proyectan el arranque de ella en una sala de cine, ante un público inicialmente entregado que asistimos al ritual como si fuera una misa oficiada por el gran sacerdote, anhelantes por comprobar cómo se desenvuelve una cámara tan exuberante y nerviosa como la de Scorsese en un formato que le resulta desconocido. También nos alimenta la curiosidad de ver qué nuevo tratamiento utiliza esta vez para hablar de la Mafia, una temática que identifica gran parte de su cine y con la que ha fabricado dos obras maestras tituladas Uno de los nuestros y Casino. Scorsese retrocede varias décadas en su retrato de los delincuentes de honor. El escenario es Atlantic City y los gánsteres están celebrando que el Gobierno haya decretado ese día la Ley Seca, calculando los inmensos beneficios que les va a proporcionar algo tan demencial o cínico como pretender con la ley en la mano que la gente deje de beber alcohol. Políticos y mafiosos están negociando los porcentajes que van a llevarse cada uno ante negocio tan grandioso. No hay prejuicios raciales entre los que van a repartirse el pastel. La joven guardia la integran un judío de gesto templado que sabe mucho de números y de inversiones y un italiano arrogante que desprende violencia apellidado Luciano. También aparece un guardaespaldas gordito, con una cicatriz en la jeta y expresión entre resignada y pragmática, cuyo nombre es Al Capone.
El bautizo de Scorsese en el universo de las series es más que correcto, pero nada grandioso. Es dudoso que alguien reconociera su firma si no la constatara en los títulos de crédito. Intuyes que el desarrollo de Boardwalk Empire va a dar mucho juego, pero también que su calidad no va a necesitar forzosamente el prestigioso aval y el control de uno de los creadores más incuestionables de la historia del cine.
No puede causar extrañeza que el arte de directores legendarios cambie de barrio. La mejor televisión les ofrece presupuestos holgados y libertad creativa para que cuenten lo que les apetezca. El interés primordial de la cinefilia de siempre, su refinado paladar, ya no está tan pendiente de las previsibles exquisiteces que van a estrenarse en las salas de cine como de los nuevos proyectos de los grandes creadores de series. Las estrellas actuales para tantos enamorados del cine de siempre y que ahora esperan con infinita paciencia que aparezcan en DVD o en Blu-ray series que pueden contener el paraíso, se llaman David Chase, David Simon, Matthew Weiner, David Milch, Bruno Heller, Alan Ball y otros que mi preocupante memoria olvida. O sea, la gente que se ha inventado Los Soprano, The Wire, Mad Men, Deadwood, Roma, A dos metros bajo tierra, esos placeres que duran tanto y los administras en soledad como te da la gana.
A todos esos conductores de tan gozosa revolución les ofreció mecenazgo una fábrica admirable y ya mítica a pesar de su juventud llamada HBO, comparable en su riesgo, su olfato y su imaginación a lo que supusieron para el mejor cine norteamericano productoras como Universal y RKO. A veces se equivoca, es tan rompedora que acepta impostadas y bobas transgresiones. Pero ocurre pocas veces. Y te da sorpresas maravillosas. Me acaba de ocurrir con Carnivàle. Se pueden encontrar en DVD las dos temporadas que componen esta flor del mal, este experimento kamikaze, algo empeñado en que el espectador se sienta tan angustiado como los monstruos de feria que la protagonizan, en que aparezcan sensaciones muy raras y desasosegantes en sus sueños si antes de dormir ha ingerido varios capítulos de este irrenunciable pozo de desdichas, de tarados físicos o mentales, de supervivientes en tiempos sombríos.
No tenía ninguna referencia de Daniel Knauf, el creador de esta sólida pesadilla. Sus transparentes modelos son el Tod Browning de Freaks. También el David Lynch de Twin Peaks, pero sobre todo el de El hombre elefante. En los primeros capítulos puedes pensar que es un plagiario complacido en lo enfermizo, la sordidez vistosa, la deformación como material de espectáculo. Admites que la ambientación es muy buena, pero todo te suena a déjà vu. Paulatinamente, eres consciente de que es una obra con voz y personalidad propias, adictiva aunque te provoque escalofríos, en la que nunca sabes cómo van a evolucionar esas llagas supurantes, sin la menor concesión a la atribulada sensibilidad del asustado receptor.
Situada en 1934, en tiempos de hambruna y desesperanza, describe el vagabundeo de un espectáculo de feria intentando comer todos los días gracias a las migajas que les proporcionan los espectadores que necesitan creer en los milagros, o palpar la anormalidad de los otros para sentirse mejor. Los títulos de crédito, mostrando imágenes de época que reflejan el esplendor de Mussolini y de Stalin, te avisan de que no solo estás ante una crónica del miserabilismo, que hay una guerra con resonancias bíblicas entre un bien muy turbio y dolorido y un mal con demasiados matices.
Todo huele a descomposición y muerte en esta serie tenebrosa, en la que no puedes identificarte con nadie aunque te haga comprender las razones de todos para ser como son y actuar como actúan. No despierta morbo sino hipnosis. Te da tanto miedo la realidad de esos personajes como la amenaza sobrenatural que les castiga. Y alucinas de que una productora de televisión haya dado luz verde a algo que jamás podrá ser mínimamente popular, que invita a la despavorida huida, desechando la coartada, que solo promete causarte malestar y miedo. En mi caso, también una perdurable fascinación.


Pack Carnivàle: La colección completa. Temporadas 1 y 2. 12 discos. También se publica una edición con un y libro de 80 páginas que incluye material gráfico inédito. Warner Home Video.

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