sábado, 28 de agosto de 2010

NUESTRAS PELÍCULAS PREFERIDAS, Por Óscar Contreras (publicado en la Revista VENTANA INDISCRETA)


Escribe Óscar Contreras.-

Érase una vez en América (Once upon time in America, 1984) es una película maravillosa. Sus dimensiones artísticas enormes, totales, épicas, contienen una historia de amistad, traición y muerte de poco más de cuatro horas que sintetizan el siglo XX americano. Al igual que Amanecer de Murnau, El mundo marcha de Vidor, Héroes olvidados de Walsh y Buenos muchachos de Scorsese, todo es presente y pasado, nostalgia y modernidad, en un Nueva York en tres tiempos (1911, 1922 y 1968); ciudad cosmopolita, industriosa y multiétnica, donde las relaciones criminales y románticas de unos amigos judíos -desde sus días como pillos infantiles hasta su encumbramiento como gángsters temibles- se sostienen en la ilusión de éxito y en el juramento de lealtad. Que tan pronto se traicionan se refunden debajo de gestos altivos y silencios culposos. La adaptación de The Hoods, la novela autobiográfica de Harry Grey (guionizada en algún momento por el escritor John Millius) se convirtió en la obsesión del director italiano Sergio Leone; un artista exagerado y magistral que luchó titánicamente por construir y preservar su estructura narrativa compleja, quebrada, a partir de flashbacks intempestivos y suspensiones extrañas, a la manera de un gran sueño de opio. Y literalmente entregó la vida por eso (murió a los 60 años de un infarto) pues no soportó que la distribución norteamericana tasajeara su filme de seis horas, reduciéndolo a poco más de dos y con un orden narrativo cronológico. Érase una vez en América tuvo muy malas críticas en los Estados Unidos al momento de su estreno (fue considerada la peor película de 1984 por alguna publicación) y solo el tiempo se encargó de reivindicar su magnificencia a partir de la edición de cuatro horas (que es el corte europeo) que recomendamos y no nos cansamos de ver en la Filmoteca de Lima del Museo de Arte, en los noventa. Sus atributos audiovisuales nostálgicamente sobrecogedores; recreadores de una épica urbana exquisita; pletóricos de romanticismo (la fotografía de Tonino Delli Colli y la música de Ennio Morricone) derivan de una maceración pausada y de una concepción de la modernidad bastante avanzada. Como estudiantes de Derecho, queríamos entrañablemente a Sergio Leone y Érase una vez en América. Y ayer como hoy, queremos la materia joven de la que está hecha: Robert De Niro, James Woods, Elizabeth McGovern, Jennifer Connelly y Tuesday Weld. Porque ésta es una película sobre la pérdida de la juventud. Motivo dramático que obsesionaba grandemente a Orson Welles, quién aplicó todo su poder en una adaptación parisina de la novela de Franz Kafka de título El Proceso (The trial, 1962). El uso magistral de los lentes deformantes, de los ángulos picados y contrapicados, de la profundidad de campo, de las luces y sombras de reminiscencias expresionistas (probablemente los signos distintivos e indelebles del director de Los Magníficos Ambersons) además de reivindicar la novela de Kafka, el pensamiento de Kierkergaard y la metáfora de la indefensión humana (el hostigamiento, detención, proceso y ejecución de Joseph K) generó en nosotros un extraño efecto depresógeno e inspirador. Dosis magnífica que repetimos con dos directores seminales, distintos y muy queridos: John Ford y Akira Kurosawa. Qué verde era mi valle (How green was my valley, 1941) y Vivir (Ikiru, 1952) tienen un lugar especial en nuestro pensamiento; se construyen proporcionalmente en la modernidad y el clasicismo, en lo agrario y lo urbano, en el poder de la realidad y en el poder de la imagen. La familia Morgan (Walter Pidgeon, Maureen O´Hara, Donald Crisp, Roddy McDowall, Sara Allgood) en el enclave minero de Gales de principios de siglo XX; y el burócrata Watanabe (Takashi Shimura … “que estás en los cielos”) agonizando y triunfando después de la muerte en el Tokio capitalista de los años cincuenta, debe ser de lo más conmovedor que ha dado el cine en cien años (con todas las referencias intertextuales a las hermanas Brontë y a Nicolás Gogol, respectivamente). La familia nuclear y las tradiciones, los estamentos y los inmigrantes; así como la movilidad social, las disonancias generacionales y las enfermedades del espíritu, se integran en las películas de James Gray, que dicho sea de paso son notables (Little Odessa, La traición, Los dueños de la noche). Su último opus, Two Lovers (2008) debe ser una de las mejores películas del siglo XXI. Llena de sofisticación, expresividad, ternura y tribulación que la hacen entrañable. Queremos mucho a Gray y Two Lovers porque asume riesgos supremos. Por ejemplo, comunicar las luces y sombras de Leonard (notable Joaquin Phoenix); un muchacho judío, bipolar, quien se debate entre los amores de las bellas Gwyneth Paltrow y Vinessa Shaw; y debe reconducir sus euforias y depresiones, sus traumas y debilidades, con hombría y nobleza ¿Cómo se puede dejar de querer la inteligencia, el romanticismo y la modernidad?

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